La oración

Oración de San Francisco

San Francisco y su oración frente al Crucifijo.

En nuestro blog anterior habíamos publicado varios posts sobre la oración, aquí los presentamos en su conjunto y prometemos continuar la serie.

Para llegar a la verdadera vida, la eterna, es necesario poseer la fe. Pero la fe sola no alcanza, en eso diferimos los católicos de los protestantes (y modernistas) según los cuales basta con creer en el Señor, quien ha prometido un perdón total sin pedir nada a cambio. Sí, ha pedido algo a cambio: que usemos debidamente de nuestra libertad, haciendo el bien, evitando el mal, volviendo fructuoso ese don gratuito de la fe que poseemos desde el bautismo, o incluso antes, como en el caso de los catecúmenos.

La Iglesia nos enseña que debemos hacer uso de los medios de salvación (que nada tienen que ver con las religiones falsas[1]). Estos medios son, en primer lugar, los sacramentos, sobre todo la Santísima Eucaristía. También se incluyen aquí el ejercicio de las virtudes teologales y morales, la vida de oración y la práctica de la mortificación. Los medios secundarios más importantes son, internos: vivir en la presencia de Dios, examinar diariamente la conciencia, tener un verdadero deseo por la perfección, conformarse en todo con la divina voluntad y ser fiel a la gracia; y externos: tener un plan de vida, hacer lectura espiritual, y contar con un buen director espiritual.

Es evidente que no podemos tocar todos estos temas en un solo post, ni siquiera en dos o tres. Preferimos saltear hasta otro momento el asunto de los sacramentos, ya que, antes de discurrir sobre ellos, es necesario establecer algunos principios de carácter teológico en razón de la vacancia de la Sede Apostólica que hoy sufrimos los católicos.

Comenzaremos pues con algo bien práctico: la vida de oración. Santo Tomás nos enseña que la oración es la elevación de la mente a Dios para alabarle y pedirle cosas convenientes a la eterna salvación. Analicemos brevemente esta definición.

Por elevación de la mente queda claro que la oración es un acto no de la voluntad sino del intelecto. También se sobreentiende que aquel que reza debe prestar atención a lo que hace, pues si está completamente distraído (su mente está en ‘otra cosa’) no hay verdadera oración.

La elevación es a Dios, pues sólo de El podemos recibir la gracia y la gloria. Esto no excluye la invocación a los santos para que nuestra oración se vuelva más eficaz.

“…para alabarle…”—Muy fácilmente nos olvidamos que la oración tiene esta finalidad. ¡Cuántas veces ‘usamos’ a Dios con el fin de conseguir algo y ni nos acordamos de la adoración y alabanza que El merece!

…para pedirle…”—Es verdad, lo que hace que la oración sea tal es la petición. Y esto se debe a nuestra grandísima miseria. Nada podemos con nuestras propias fuerzas, todo se lo debemos a Él.

…cosas convenientes a la eterna salvación.”—No se nos prohíbe pedir cosas temporales, aunque éstas no deben ser el principal objeto de petición ni el fin último de nuestra oración. Los bienes temporales tienen valor sólo en cuanto nos sirven de instrumentos para amar más a Dios. La mentalidad moderna no es capaz de comprender esto. De allí que el hombre viva apegado a una multitud de cosas innecesarias, vanas, superfluas. Las necesidades son tales por sí mismas. Sin embargo el espíritu de avaricia nos inclina a ‘crear’ necesidades que no existen. Pidamos pues lo que realmente vale la pena: perseverar en la fe y en la gracia de Dios, la salvación eterna, el aumento de la caridad en nuestras almas, el servir a Dios con todo nuestro corazón y cada vez más perfectamente. Si pedimos algo temporal, que sea como añadidura y con entera subordinación a los intereses de la gloria de Dios y salvación de las almas.

“Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer” (Lc. XVIII, 1). Para poder cumplir con el precepto de Cristo, nos fue necesaria esta introducción, pues no puede orar aquel que desconoce lo que la oración es…


 

Dios quiere que todos se salven. Y también quiere que nuestra salvación sea un acto libre, donde su gracia obre de manera misteriosa llevándonos hacia Él pero sin violentar nuestra libertad. Nunca olvidemos que Dios no sólo nos creó para un determinado fin, sino que también ha elegido el modo por el cual hemos de llegar a ese fin. Todos desean ser felices. Mas no todos buscan serlo de la manera que Dios quiere. Nuestra felicidad, entonces, depende de que libremente hagamos lo que Dios requiere para obtenerla.

La oración juega, en el plan de Dios, un papel fundamental. Dios ha deseado que la oración sea de tal manera necesaria que, salvo un milagro, es imposible que una persona adulta se salve sin rezar. Célebre es la frase de San Alfonso: “el que ora se salva; y el que no ora se condena.”

La razón de tal necesidad es simple. La vida eterna, la visión cara a cara de Dios, no es algo que el hombre pueda adquirir con sus fuerzas naturales. La bienaventuranza eterna pertenece a un orden superior, el orden sobrenatural. En consecuencia, el hombre debe pedir a Dios por esas cosas que no tiene, a fin de llegar a donde debe. Hay un texto de San Agustín, que fue recogido y completado por el Concilio de Trento: “Dios no manda imposibles; y al mandarnos una cosa, nos avisa que hagamos lo que podamos y pidamos lo que no podamos”.

El espíritu de oración es una grandísima señal de predestinación. La desgana y enemistad con la oración es, por el contrario, un signo de reprobación. Es verdad, puede haber excepciones (una conversión milagrosa de alguien que nunca rezó, por ejemplo), pero es preciso recordar que las excepciones no hacen más que confirmar la regla.

Meditemos con frecuencia las palabras de la Escritura: Vigilad y orad (Mt. XXVI, 41). Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer (Lc. XVIII, 1). Pedid y recibiréis (Mt. VII, 7). Orad sin intermisión (I Thess. V, 17). Permaneced vigilantes en la oración (Col. IV, 2).

La voluntad de Dios no puede ser más clara.

* * *

Dejemos de insistir por un momento en el tema “salvación”, como si buscásemos el mínimo necesario, olvidando aquel precepto de Cristo: Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt. V, 48). Estamos aquí en la tierra no para ser mediocres sino para ser santos. La santidad es una vocación universal. Hay una idea tan errónea como arraigada en los cristianos, de que la santidad es algo reservado a unos pocos. No es cierto. Si de hecho los santos no abundan, esto no se debe a una falta de vocación sino más bien a una infidelidad generalizada a ese llamado.

La eficacia santificadora de la oración es verdaderamente extraordinaria. Sin oración—sin mucha oración—es imposible llegar a la santidad. Si no abundan los santos es porque no se está rezando lo suficiente…

Miles de textos podríamos alegar para probar tal eficacia. Baste el siguiente, de San Pedro de Alcántara, citando y resumiendo a San Buenaventura:

“Y si me preguntas por qué medios se alcanza ese poderoso y tan notable afecto de devoción, a esto responde el mismo santo doctor diciendo: que por la meditación y contemplación de las cosas divinas; porque de la profunda meditación y consideración de ellas redunda este afecto y sentimiento acá en la voluntad, que llamamos devoción, el cual nos incita y mueve a todo bien. Y por eso es tan alabado y encomendado este santo y religioso ejercicio de todos los santos; porque es medio para alcanzar la devoción, la cual, aunque no es más que una sola virtud, nos habilita y mueve a todas las otras virtudes, y es como un estímulo general para todas ellas. Y si quieres ver cómo esto es verdad, mira cuán abiertamente lo dice San Buenaventura (en De vita Christi) por estas palabras:

Si quieres sufrir con paciencia las adversidades y miserias de esta vida, seas hombre de oración. Si quieres alcanzar virtud y fortaleza para vencer las tentaciones del enemigo, seas hombre de oración. Si quieres mortificar tu propia voluntad con todas sus aficiones y apetitos, seas hombre de oración. Si quieres conocer las astucias de Satanás, y defenderte de sus engaños, seas hombres de oración. Si quieres vivir alegremente y caminar con suavidad por el camino de la penitencia y del trabajo, seas hombre de oración. Si quieres ojear de tu ánima las moscas importunas de los vanos pensamientos y cuidados, seas hombre de oración. Si la quieres sustentar con la grosura de la devoción y traerla siempre llena de buenos pensamientos y deseos, seas hombre de oración. Si quieres fortalecer y confirmar tu corazón en el camino de Dios, seas hombre de oración. Finalmente, si quieres desarraigar de tu ánima todos los vicios y plantar en su lugar las virtudes, seas hombre de oración; porque en ella se recibe la unción y gracia del Espíritu Santo, la cual enseña todas las cosas. Y demás de esto, si quieres subir a la alteza de la contemplación y gozar de los dulces abrazos del Esposo, ejercítate en la oración, porque éste es el camino por donde sube el ánima a la contemplación y gusto de las cosas celestiales.”

Si has disfrutado de la lectura, espero también decidas poner manos a la obra y comenzar una vida de oración, en caso de haber andado negligente en este aspecto.


 

La vida natural del hombre recorre tres etapas bien diferenciadas: la niñez, la juventud y la adultez. En el plano sobrenatural, Dios ha querido que suceda lo mismo. La vida del alma comienza con el bautismo, debe desarrollarse durante el transcurso de los años y llegar eventualmente a la plena madurez[2]. El crecimiento espiritual se mide de acuerdo a la perfección de la virtud. Y la perfección de la virtud concuerda con los grados de la oración. En otras palabras, si deseamos tener una idea de nuestra “edad espiritual”, basta con preguntarnos en qué grado o nivel de oración nos encontramos.

La mayoría de los autores espirituales señalan los siguientes grados de oración:

  1. Oración vocal.
  2. Meditación.
  3. Oración afectiva.
  4. Oración de simplicidad.
  5. Recogimiento infuso.
  6. Quietud.
  7. Unión simple.
  8. Unión extática.
  9. Unión transformativa.

Los tres primeros grados pertenecen a la vida ascética, que equivaldrían a la niñez espiritual; el cuarto señala el momento de transición de la ascética a la mística (adolescencia y juventud), y los otros cinco pertenecen a la vida mística (adultez). El paso de los grados ascéticos a los místicos se hace de una manera gradual e insensible, casi sin darse cuenta el alma. No dejaremos de insistir que todo ser humano, sin excepción, está llamado a la santidad consumada.

Cuando decimos vida ascética entiéndase la etapa en la vida espiritual donde predomina el elemento ascético, es decir, el ejercicio de las virtudes infusas y los primeros grados de oración. Cuando decimos vida mística, entiéndase la etapa en la vida espiritual donde predomina la influencia de los dones del Espíritu Santo.

El primer grado de oración, como hemos dicho, es la oración vocal. La oración vocal es aquella que se manifiesta con las palabras de nuestro lenguaje articulado, y constituye la forma casi única de la oración pública o litúrgica. Según Santo Tomás, la oración vocal es también beneficiosa en el ámbito privado, dado que es un medio para excitar la devoción interior, agrega el homenaje de nuestro cuerpo al de nuestra alma y nos ayuda a desahogar al exterior la vehemencia del afecto interior. Nótese que la importancia de la oración vocal radica en su relación a la oración mental. Sin el elemento mental, la oración vocal se vuelve algo mecánico y sin vida. Cuando recitamos el rosario, por ejemplo, la mera repetición de avemarías no es suficiente para obtener los beneficios de esta devoción. Es necesario además ejercitar el afecto interior por medio de la meditación de los misterios, u otros medios que garanticen la unión de la mente y el corazón con Dios.

La oración vocal ha de tener dos condiciones principales: atención y profunda piedad.

Atención. — Hay tres clases de atención que uno puede prestar cuando reza vocalmente: la material, que atiende a pronunciar correctamente las palabras en las fórmulas de oración; la literal, que se fija y atiende al sentido de esas palabras, y la espiritual, que atiende al fin de la oración, o sea a Dios y a la cosa que se pide. Esta última es la más excelente, pero el ideal consiste en la unión de las tres, que son perfectamente compatibles entre sí.

Profunda piedad. — Con la atención aplicamos nuestra inteligencia a Dios. Con la piedad ponemos en contacto con El el corazón y la voluntad. Esta piedad profunda envuelve y supone un conjunto de virtudes cristianas de primera categoría: la caridad, la fe viva, la confianza, la humildad, la devoción y reverencia ante la Majestad divina y la perseverancia. Es preciso llegar a recitar así nuestras oraciones vocales, incluso si se nos hace necesario recortar su número.  ¿Qué provecho nos puede traer la oración mecánica, sin vida y hecha sólo por rutina? Más vale una sola avemaría bien rezada que un rosario entero con voluntaria y continuada distracción.

* * *

La oración considerada en sí misma y en cuanto tal debe durar todo el tiempo que sea menester para excitar el fervor interior, y no más. Cuando rebase esta medida de tal forma que no pueda continuarse sin tedio ni fastidio, ha de cesar la oración.

De esta luminosa doctrina se desprenden las siguientes consecuencias prácticas:

  1. No es conveniente multiplicar las palabras en la oración, sino insistir sobre todo en el afecto interior. Nuestro Señor así lo enseña: “Cuando orareis no habléis mucho, como los gentiles, que piensan serán escuchados a fuerza de palabras. No os asemejéis a ellos, pues vuestro Padre conoce perfectamente las cosas que necesitáis antes de que se las pidáis.” (Mt. VI, 7-8)
  2. No se confunda la prolijidad en las fórmulas de oración—que debe cesar cuando se haya logrado el afecto o fervor interior—con la permanencia en oración mientras dure ese fervor. Esto último es convenientísimo y debe prolongarse todo el tiempo que sea posible, incluso varias horas, si es compatible con los deberes del propio estado. Nuestro Señor no necesitó multiplicar las palabras en su oración en el Huerto, le bastó la breve fórmula: “Hágase tu voluntad”.
  3. Como el fin de la oración vocal es excitar el afecto interior, no hemos de vacilar un instante en abandonar las oraciones vocales—a no ser que sean obligatorias—para entregarnos al fervor interior de la voluntad cuando éste ha brotado con fuerza. Sería un error muy grande querer continuar entonces el rezo vocal, que habría perdido ya toda su razón de ser y podría estorbar al fervor interior. San Francisco de Sales expone esta doctrina de la siguiente manera: “Si mientras haces la oración vocal, sientes el corazón inclinado y movido a la oración interior o mental, no te niegues a entrar en ella, sino deja que ande tu espíritu con suavidad, y no te preocupe el no haber terminado las oraciones vocales que te habías propuesto rezar, pues la mental que habrás hecho en su lugar, es más agradable a Dios y más útil a tu alma. Exceptúo el oficio eclesiástico, si estuvieses obligado a rezarlo, pues, en este caso, hay que cumplir con la obligación” (Introducción a la vida devota, 2ª c. 1).

 

[1] El Concilio Vaticano II proclama heréticamente que las religiones falsas son medios de salvación e instrumentos del Espíritu Santo.

[2] Es posible, con la gracia de Dios, llegar a gran perfección espiritual en poco tiempo, como en el caso de niños que fueron santos desde muy temprana edad (Santa Teresita), o pecadores convertidos extraordinariamente (Santa María Magdalena).

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