Leer antes: La oración
El mundo moderno relaciona inmediatamente la palabra meditación con la práctica budista, algo similar sucede con el vocablo «espiritualidad». Pero el sentido católico de estas palabras es muy diferente, tanto que podríamos afirmar sin temor a equivocarnos que la meditación budista tiene como fin el exterminio del ser, mientras que la meditación cristiana busca la perfección o plenitud del ser, lo cual es posible sólo en la unión con Dios (el Dios personal en el que los budistas no creen…).
Definamos pues la meditación.
La meditación discursiva es la aplicación razonada de la mente a una verdad sobrenatural para convencernos de ella y movernos a amarla y practicarla con ayuda de la gracia.
«Aplicación razonada de la mente…» —De allí el nombre meditación discursiva. En todos los grados de oración mental aplicamos nuestra mente al objeto meditado, pero lo que hace que la meditación sea propiamente tal es que nuestra mente razona sobre lo que medita. Cuando tal discurso o raciocinio desaparecen, ya no hay meditación.
«… a una verdad sobrenatural…»—La meditación no es una mera especulación, es una manera de oración. La Sagrada Escritura, la Vida de los Santos, textos sacados de la liturgia, etc., son algunos de los muchos lugares de donde podemos extraer material para meditar.
«… para convencernos de ella…»—La meditación como oración cristiana tiene dos finalidades: una intelectiva y otra afectiva. La intelectiva tiene por objeto llegar a convicciones firmes y enérgicas de tal modo que se impongan a nuestras inclinaciones, si estas son contrarias, y a cualquier otro obstáculo. Por ejemplo, si estamos meditando sobre la virtud de la castidad, debemos llegar a la firme convicción de la gravedad del pecado impuro, y de la necesidad de la pureza para la salvación del alma. Nadie en su sano juicio osaría arrojarse a un precipicio sabiendo que de seguro morirá. De la misma manera, nadie en su sano juicio osaría consentir a un pecado de impureza sabiendo que de seguro lo llevará al infierno (de morir en ese estado). Podemos ver lo relevante de llegar a tales convicciones. Pero hay también una finalidad afectiva incluso más importante, que acabará de perfilar el concepto cabal de la meditación cristiana.
«… y movernos a amarla…» — Y este es el elemento más importante de la meditación. Es necesario que la voluntad ame lo que el intelecto presenta como verdadero. Si lo único que hiciésemos durante la meditación es razonar, no habría diferencia entre esto y el mero estudio. Siguiendo el ejemplo anterior, por más convencidos que estemos de la bondad y necesidad de la virtud de la castidad, si no amamos dicha virtud, tarde o temprano terminaremos amando el vicio contrario. La oración comienza propiamente cuando el alma, enardecida por la verdad sobrenatural que el entendimiento convencido le presenta, prorrumpe en afectos y actos de amor a Dios, con quien establece un contacto íntimo y profundo que da a la meditación anterior toda su razón de ser en cuanto oración cristiana.
Tal amor y entusiasmo afectivo deben naturalmente traducirse en resoluciones prácticas. La oración debe tender a la conversión del alma a Dios, en lo cual consiste su perfección sobrenatural. Tal elemento práctico es tan importante que si no está presente, no existe la meditación propiamente dicha.
«… y practicarla con ayuda de la gracia». —Toda meditación bien hecha ha de terminar en un propósito y en una plegaria. Un propósito enérgico de llevar a la práctica las consecuencias que se desprenden de aquella verdad que hemos considerado y amado y una plegaria a Dios pidiéndole su gracia y bendición para poderlo cumplir de hecho, ya que nada absolutamente podemos hacer sin El.
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Continuaremos luego…
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