Prima Sedes a nemine judicatur, se traduce: La Sede primera (Roma) no es juzgada por nadie, o, lo que es lo mismo: nadie juzga al Papa.
Lo que el Papa representa para todo católico, el principio de unidad de la Iglesia, la autoridad infalible, el padre espiritual por excelencia, el vicario de Jesucristo, todas esas cosas, están implícitas en el axioma latino: prima Sedes a nemine judicatur. Tan así es, que la reverencia debida al Papa va más allá de pronunciamientos solemnes, documentos autoritativos y condenas. Nuestra obediencia al Papa se basa en nuestro amor a Dios. Al Papa hay que mirarlo como al mismo Dios en la tierra, la fuente viva de verdad y de bien al que hay escuchar como a Dios mismo. El Señor comunicó esta sabiduría a Santa Catalina de Siena: “Como sabes, el Verbo dejó esta dulce llave de la obediencia a su vicario, Cristo en la tierra, al que todos estáis obligados a obedecer hasta la muerte. El que está fuera de su obediencia, está en estado de condenación.” (Diálogos, P.V. C.1)
¿Quién osaría juzgar a Dios? ¿Quién llegaría a un grado de soberbia tal, como para decirle a Dios: “yo pienso diferente, no estoy de acuerdo con esto o aquello que mandas o enseñas”? El Papa católico, en cierta medida, es Dios. Los no-creyentes y los infectados por el jansenismo y neo-galicanismo, no pueden comprender la actitud del católico para con el Papa. El Papa es el dulce Cristo en la tierra, como dice Santa Catalina. Repito, ¿quién puede llamarse a sí mismo católico y al mismo tiempo juzgar al Papa o desobedecerle? Si el Papa enseña algo a los fieles, es Cristo quien enseña por medio del Papa. Si el Papa condena alguna doctrina o idea, es Cristo quien condena tal doctrina o idea. No hay que pasar juicio, valorar, medir, razonar. Hay que escuchar, aprender y obedecer. Somos las ovejas que necesitan ser guiadas, el Romano Pontífice apacienta, rige y gobierna a toda la Iglesia. Somos hombres que no pueden vivir sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor. El Papa es el Supremo Doctor infalible de la Iglesia, cuyo oficio es definir y defender las verdades de la fe. Por ende él siempre habla de manera clara y precisa:
Tocamos ahora, dice el Papa Gregorio XVI, otra causa ubérrima de males, por los que deploramos la presente aflicción de la Iglesia, a saber: el indiferentismo, es decir, aquella perversa opinión que, por engaño de hombres malvados, se ha propagado por todas partes, de que la eterna salvación del alma puede conseguirse con cualquier profesión de fe, con tal que las costumbres se ajusten a la norma de lo recto y de los honesto… Y de esta de todo punto pestífera fuente del indiferentismo, mana aquella sentencia absurda y errónea, o más bien, aquel delirio de que la libertad de conciencia ha de ser afirmada y reivindicada para cada uno (1).
Nadie juzga al Papa. Si el Papa ha condenado la libertad religiosa y ha enseñado que sólo la Iglesia Católica es exclusivamente la religión verdadera, ¿quién se atreverá a contradecir la enseñanza del Papa? Nadie que se considere católico.
El Papa Eugenio IV en el Concilio de Florencia (1438-1441):
La sacrosanta Iglesia Romana, fundada por la palabra del Señor y Salvador nuestro (…) firmemente cree, profesa y predica que nadie que no esté dentro de la Iglesia Católica, no sólo paganos, sino también judíos o herejes y cismáticos, puede hacerse partícipe de la vida eterna, sino que irá al fuego eterno que está aparejado para el diablo y sus ángeles [Mt. 25, 41], a no ser que antes de su muerte se uniere con ella; y que es de tanto precio la unidad en el cuerpo de la Iglesia, que sólo a quienes en él permanecen les aprovechan para su salvación los sacramentos y producen premios eternos los ayunos, limosnas y demás oficios de piedad y ejercicios de la milicia cristiana. Y que nadie, por más limosnas que hiciere, aun cuando derramare su sangre por el nombre de Cristo, puede salvarse, si no permaneciere en el seno y unidad de la Iglesia Católica (2).
Nadie juzga al Papa. Si el Papa ha condenado el ecumenismo y ha enseñado que la Iglesia Católica es exclusivamente la religión verdadera a la que hay que adherir para salvarse, ¿quién se atreverá a contradecir esta enseñanza del Papa? Nadie que sea verdadero católico.
Y aquí es donde el célebre axioma cobra importancia capital. Nos ayuda a distinguir entre los católicos verdaderos y los católicos de nombre solamente.
Sólo quienes poseen la virtud infusa de la fe son capaces de amar sobrenaturalmente y obedecer de la misma manera. Una característica propia de la virtud de la fe es que ésta sólo puede existir de manera íntegra. Es decir, que si fuésemos a incluso dudar de alguna verdad de fe, perderíamos esta virtud completamente. Las citas seleccionadas arriba son evidencia irrefutable de que no podemos aceptar el Concilio Vaticano II sin negar nuestra santa fe. El Concilio Vaticano II ha enseñado doctrinas que los papas han condenado, como, por ejemplo, la libertad religiosa y el ecumenismo. La obediencia perfecta es un efecto de la caridad, y ésta presupone la fe. La fe exige de su naturaleza que rechacemos toda herejía (error en materia de fe). Luego, la obediencia perfecta sólo es posible en aquellos que rechacen los errores del Concilio Vaticano II. Nadie juzga al Papa: la última palabra sobre lo que debemos creer o no creer, pertenece sólo al Papa. El católico integral no juzga sino que obedece al Papa.
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¿No es mucho tiempo más de medio siglo sin papa? Sí, es mucho tiempo, y lo estamos sufriendo los católicos. Mas, no importa cuánto se tarde Dios en restaurar el orden en la Iglesia. “La señal de que posees esta virtud (de la obediencia) es la paciencia. Por el contrario, la impaciencia te demuestra que no la tienes”. Palabras de Dios a Santa Catalina.
¡Quién lo diría! En el presente estado de cosas, la verdadera y perfecta obediencia puede encontrarse solamente en quienes reconocen que la Sede de Pedro está vacante.
Notes: (1) Denzinger, 1613. (2) Ibid., 704.